La evolución del Yoga en el camino de la compasión. Cuando comienzas a practicar Hatha Yoga y Meditación y un día decides formarte como Profesor-a de Yoga, no alcanzas aún a sospechar las vueltas y cambios que afrontará tu práctica, no solo porque tú misma avanzas, evolucionas, cambias o necesitas cosas diferentes, sino porque también te lleva la corriente misma, las modas, las innovaciones, las propuestas novedosas y, cómo no, el afán de conocer y saber.

Aunque el camino del practicante y del profesor de Yoga está plagado de movimientos muchas veces incoherentes, hay algo que no cambia, y en mi modo de verlo y vivirlo, mantiene intacta una cierta vocación de fondo que perdura en los bandazos y en las formas, pero que deja la esencia como un ancla inamovible en el fondo del océano de cada cual, esto es, la búsqueda genuina de significado, el impulso vital y humano de encontrar sentido a lo que somos y vivimos. ¿Por qué los cambios? ¿Por qué las incoherencias? ¿Por qué correr detrás de las modas y de todas las propuestas “alternativas” posibles? ¿Por qué querer asumir en uno mismo tantas técnicas contemplativas? ¿Por qué acudir a escuchar más conferencias, más cursos, más youtubes? ¿Por qué nunca es suficiente? ¿Es solo consumismo “espiritual” o hay algún tipo de obsesión escondida? ¿O quizás un movimiento generacional, global, evolutivo?

Los seres humanos tendemos siempre a vestir y revestir de reglas, los protocolos y las maneras, la misma cosa una y otra vez. A veces, con la excusa de buscar lo que nos sirve, danzamos de un-a maestro-a a otro-a, de una escuela a otra, de un tipo de práctica a otra más o menos compleja, o por qué no, más en tendencia, pues estar al día o transitar por las salas que acaban de abrir o junto al maestro de turno, nos da un sentimiento de pertenencia, que de alguna manera nos estructura y confiere una categoría concreta en medio del caos social. En este sentido, las “tribus” del Yoga, de
la Meditación y ahora el Mindfulness, nos conforman y nos dan contención.

En cierta ocasión escuché a un joven de veintisiete años declarar en un debate televisivo que hoy en día ya nos somos ni lo que comemos ni lo que pensamos ni tan siquiera lo que soñamos, “somos lo que compartimos”, así, si no tienes nada que dar o nada que mostrar, no eres nadie o casi nadie socialmente hablando. Es una forma, con multitud de ramificaciones, para entender también las redes sociales. Seguramente, esta manera de formular quiénes somos en relación al mundo y a los demás, resulta ser la suma de elementos muy nuevos y de algunos otros más antiguos que están en pleno cambio.

Dentro de este proceso complejo, hay algo que me maravilla en relación al camino de la trascendencia; algo que está empeñándose en descomponer las bases que sustenta la soledad, el silencio o la conexión con “lo no visto”, fundamentos hasta ahora necesarios, y casi ancestrales, para el aspirante a yogui o a iluminado. Hay cierta inercia a sustituirlos por vías que se sostienen sobre los pilares de la comunicación, la participación, la actitud colaborativa y la defensa de intereses comunes y propios del siglo XXI. Lo que desconcierta es que todo ello se está instalando al mismo tiempo que lo hace un individualismo y un narcisismo nunca vistos hasta el momento.

También y sobre todo en el mundo del Yoga. Ocurre para salvaguardar el propio espacio y defender el territorio personal de las amenazas, reales o no, que plantea la propia globalidad. Es decir, la situación actual nos sirve una incoherencia desconocida e incomprensible. De forma que, entre los yoguis de hoy día, ninguno busca la cueva del Himalaya o las penurias de la oscuridad impuesta, o esa soledad necesaria y propia del camino contemplativo, sino las manifestaciones contra el desahucio o la defensa del ecosistema o la lucha por la igualdad de género o las revueltas contra la injusticia social. Sí, claro que el místico de nuestros días vuelve la mirada hacia su interior y tiene claro que determinadas prácticas de Yoga, son inaplazables en el camino del autoconocimiento, pero su mirada real y práctica ha cambiado de dirección irremediablemente. Y si no, que se lo digan a las Universidades –por ejemplo, a la de Stanford- que ya han desarrollado investigaciones sobre la capacidad del cerebro humano para generar felicidad cuando recibe inputs de amor o cuando alguien simplemente es acompañado en medio del sufrimiento.

Basta ver que la compasión ha acabado por convertirse en la nueva tendencia espiritual. Es innegable que alude a un cambio de paradigma en el Yoga, en la Meditación, en el Mindfulness, en las vías espirituales, y cómo no, en la mente y en la actitud del practicante: Yoga en la compasión, Mindfulness y compasión, el Buda de la compasión, las meditaciones para la compasión, conferencia sobre los descubrimientos de la compasión, ciencia y compasión, cursos certificados de compasión, expertos en compasión. Se trata de un vuelco sin precedentes y no creo que sea ninguna moda al uso, sino un movimiento evolutivo real que entregará a la historia una nueva forma de vivir la espiritualidad.

Es cierto que la compasión y el amor han estado siempre presentes en el camino espiritual. Sin duda. Pero lo han estado como valores para el desarrollo de cualidades intimas, éticas y morales. Nunca se han puesto en la cúspide de la práctica y menos como objetivos y fin en sí mismas, en una especie de activismo social y solidario. Se trata de una espiritualidad que se atreve con el mundo en vez de separarse de él. Ya lo vaticinaron algunas personas muy expertas en las últimas décadas del siglo XX, pero aunque estuvimos atentos y desde luego hemos sido los agentes de este cambio, por mi parte nunca sospeché que sería tan vertiginoso y tan real.

No es extraño que busquemos claridad en medio de tal terremoto. Y no es raro que nos sintamos movidos a cambiar y a equivocarnos. No me parece chocante que tendamos a fragmentarnos en el maremágnum de propuestas, escuelas, creadores de marcas, patentadores del Yoga o innovadores de técnicas y tipos de meditación, plagiadores, impostores, superficiales o “sanadores heridos”. No me siento perdida, más bien intento comprender y despejar en mí misma, las dudas que tal situación conlleva.

Donde antes solo había un Yoga con la intención de “despertar” en nosotros mismos algún tipo de conciencia sobre nuestra propia naturaleza, ahora está llegando un Yoga que mantiene el mismo objetivo de “despertar”, pero con otra intención, aquella de revertir en los demás los descubrimientos o el conocimiento obtenido. Se está diluyendo el “sí mismo”. En medio de una espiritualidad narcisista y egocéntrica, se están alzando miles de voces bondadosas y claramente compasivas, honestamente compasivas.

Donde estaba la práctica de la Meditación para controlar los pensamientos y observar la mente, ahora empieza a haber una Meditación cuya intención es el alivio del sufrimiento en el otro o en el mundo.

Donde se encontraba la soledad del “guerrero espiritual” hoy hay un campo de refugiados, o un hospicio o un silencio en beneficio de alguien. Donde estaban investigando las ondas cerebrales de los grandes meditadores, hoy se miden las respuestas al amor que recibe algún ser humano en su proceso de dolor.

Donde hay un mundo que se derrumba y se destruye, hoy están los yoguis de nuestros días, esos seres cambiantes, incoherentes y revolucionarios que no saben lo que quieren y están más perdidos que nunca, pero se hayan en la primera fila del amor al mundo, sacando también su fuerza existencial y humana, impulsándose en medio del caos hacia el amor y la compasión.

Yoguis que en el oscuro horizonte de su futuro y de su vida, ensalzan de manera incontestable su sueño de transformación, puro y concienzudamente humano. La vida da muchas vueltas, también lo hace el Yoga y el proceso personal en relación a esta práctica milenaria y amada. Yo también he cambiado mucho y también me siento inmersa en este impulso evolutivo y arriesgado en el que los demás, lo que hay más allá de nuestra propia piel, cobra un sentido relevante.

Hace tiempo escribí un artículo sobre nuestra corresponsabilidad en el mundo y sobre ese enfermizo individualismo espiritual que nos separa y nos reduce. Más que nunca, aunque sigo recibiendo y “sufriendo” en mi propia vida y en mi propia escuela, las deshonestidades, las envidias y los pesados coletazos (cada vez más fuertes) del pseudoyoga y de la pseudoespiritualidad, creo que cuando practicamos para amar, perdonar y ser perdonados, no es necesario nombrar la ética o el control, ya que se hayan en el sentido mismo de aquello en lo que nos convertimos. Y ¿no es éste el verdadero sentido de lo que buscamos?