Ofrecerse uno mismo para brindar a otros las herramientas que hacen posible la conexión entre lo humano y lo que llamamos trascendente o espiritual, puede resultar ambicioso o, como poco, producto de un destino especial.  Pareciera algo completamente separado y ajeno a cuanto somos y a lo que esperamos de la vida, pero casi todos los que nos acercamos a la práctica del Yoga perseguimos un “algo más” que tiene que ver con la posibilidad de mirar y ser mirados desde y con otra conciencia. Tal actitud refleja un sentido de la vida en si mismo significativo. Y, sin duda requiere también que nos sintamos dispuestos para convertir en sagrado todo aquello que tiene que ver con nuestro mundo cercano y la realidad que somos en cada momento.

Un profesor de Yoga, siempre trabaja cultivando este tipo de mirada; haciendo que sea posible generar en sí mismo y en las personas que acuden a sus sesiones, esa conexión que permite construir la propia realidad sin reinterpretaciones, con las lentes que le permiten ver y mirar, límpidamente, aquello que hay ahí para él en cada momento, en su cuerpo, en su mente y en su corazón.

La realidad de la vida es la única puerta que deja contemplar las numerosas oportunidades que nos brinda la existencia, para dar un sentido  consciente a la manera en la que nos miramos a nosotros mismos, al mundo y a los demás. Algunos patrones vitales tienden a instalarnos en una especie de mecanización de la mirada, de forma que la interpretación que damos a los hechos que nos presenta la vida o incluso a todo aquello que responde en el cuerpo a través de las limitaciones, las dolencias o los acortamientos musculares, no es otra cosa que el mismo bucle repetitivo que sostiene nuestra mirada interior en un laberinto condicionado. Acerca de todo esto, tiene mucho que decir la práctica del Hatha Yoga, pues justamente nos propone la exploración necesaria para liberarnos de la mecanización y la inconsciencia. El auténtico Yoga debe ofrecernos siempre herramientas y vivencias para poder obtener cada vez más sensibilidad. La sensibilidad es la puerta de conciencia y, en este sentido, nos capacita para aflorar los recursos y los potenciales que nos instalan en una nueva mirada, más consciente, más intimista y auténtica. En la práctica del Hatha Yoga, toda indagación comienza en los momentos en los que entramos en las posturas, en las inercias que nos llevan de un âsana a otro, en la manera de desenvolvernos con y en nuestro propio cuerpo, en la escucha de lo que percibimos e interpretamos.

Hay múltiples factores sutiles, cuyo origen cultural o educativo, interviene en las conciencias de los profesores e instructores de Yoga a la hora de compartir con sus alumnos. Tanto sus limitaciones como sus potenciales reflejan en sus miradas los anhelos y las perspectivas que manejan, los valores y las carencias que los conducen y sobre todo, las ideas que tienen sobre la imagen o el perfil de profesor que pretenden dar. Hay muchas miradas, tantas como profesores, pero en el fondo subyace para todos una especie de alianza silenciosa que consiste en buscar la conexión perdida, algo así como ser capaces de revelar una manera nueva de integrarnos en nosotros mismos para experimentar la vida y darle algún sentido en un nuevo nivel de desarrollo humano.

Hablar de la mirada de un profesor de Yoga, es también poder comprender la mirada del alumno del profesor de Yoga. Porque en una sesión de Yoga, dos miradas están buscándose para entrar en esa armonía perdida, para descubrirse mutuamente, incluso para sostenerse y repetirse. Ser alumno, estudiante, convertirse en seguidor de la práctica del Yoga y hacerlo de la mano de un profesor, es ya en sí mismo, la confirmación de que ese alguien que mira, está completando un viaje que es único.

Y aun cuando muchos profesores andan perdidos en sus propios bucles repetitivos, culturales y personalistas, se trata igualmente de un viaje pleno de anhelos e intereses genuinos. No es que todo resulte valioso para todos, pero cuando asistimos a una clase de Yoga o de meditación, sea como sea, hay algo que se presenta para dejarnos una mínima posibilidad de conexión, aunque solo sea para despertar algún tipo de compromiso vital con nosotros mismos, aunque se trate de un trayecto mecanizado, e incluso aunque se pierda contundentemente la sensación de estar centrados, aun así, la actitud que se abre ante el cúmulo de percepciones que se presentan en una sesión de Yoga, siempre se convierte en una señal que espera ser recibida para comenzar a ser transformada.

En todos los procesos de transformación hay un lado que se rechaza, un momento en el que la mirada se nubla, una vinculación que se vicia y se repite y nos aleja y nos desconecta. Muchas veces, el viaje se transita dando tumbos y a través de retos y emociones que nos dividen en vez de completarnos y reintegrarnos. Como practicantes, nos vemos en medio de la confusión, interpretando los logros o los impedimentos de la práctica como un reto, o un costoso salto, o simplemente para olvidar y mirar hacia otro lado. En estos contextos, encontramos profesores con quienes es imposible cruzar la mirada. Profesores que no pretenden mirar ni tampoco ser mirados más allá de admirados, temidos, contemplados o fotografiados. Algunos de estos se presentan obsesionados con el alineamiento y los guerreros, fibrosos, definitivamente guapos o guapas, transoceánicos y fashion. Sus alumnos son ideales tanto si presentan un look similar como si atienden a perfiles contrarios, ya que de esta manera la mirada del profesor encuentra en los cuerpos acortados de estos practicantes la oportunidad ideal para resaltar ellos mismos sus posturas, sus maneras, su desafiante energía.  Y para el practicante, se convierte en una manera de confrontarse con la realidad que no había sido atendida hasta el momento, tarde lo que tarde, nadie se queda para siempre al lado de un profesor así, pues no acontece ninguna posible vinculación y ello es señal suficiente para salir volando y acometer una nueva perspectiva.

Otras veces, los profesores no apartan la mirada ni un segundo de su repetido mundo cerrado, nunca abren los ojos, instalados en sus palabras, hablan hacia dentro, como para sí mismos, sin ninguna intención de encontrar los ojos de nadie, como si la práctica dependiera de la desidentificación y el anonimato. Algunos de estos profesores se presentan ellos mismos como símbolo del silencio, envueltos en chales y en vestimentas etéreas, con los ojos permanentemente cerrados, lejanos y fijados en lo que parece ser una existencia que nunca atraviesa la propia piel. Sus alumnos les guardan la distancia y expresan con la mirada una interpretación empequeñecida de los propios potenciales. Pero tal relación revitaliza enormemente al alumno pues le ofrece espacio de sobra para comenzar a trazar el único vínculo posible: el que lo devuelve a su territorio liberándolo de una conexión separada y superficial. También es posible encontrar un modo nuevo de mirar en la ruptura que otorga esta clara división entre el mundo del profesor y el mundo por descubrir del propio alumno.

Cada movimiento, cada mirada, la del profesor y la del estudiante de Yoga, tiende a aflorar el sentimiento de conexión y unidad que todos buscamos. No hay ninguna otra posibilidad que la evolutiva pues en la manera de mirarnos a nosotros mismos, se funden las experiencias y las sutilezas, los sentimientos y las limitaciones, las repeticiones y la libertad. Y ahí, en esta búsqueda que compartimos, la mirada va cambiando y los ojos se van abriendo para contemplar y entrar en contacto con lo que somos. Tarde o temprano, antes o después, cualquier practicante de Yoga comienza a desarrollar su genuina capacidad de discernir y seleccionar, fundamentalmente aquello que más lo conecta al encuentro de sí mismo y el encuentro con los demás.

La Mirada del Profesor de Yoga: conexión Cuerpo, Mente y Espíritu.
Publicado en Yoga Journal nº 95.

Mayte Criado

Directora y Fundadora de la Escuela Internacional de Yoga
Profesora de Hatha Yoga y Meditación