Los profesores de Yoga no solo tenemos la responsabilidad de fomentar una relación profundamente humana con nuestros alumnos. No solo tenemos que formarnos para propiciar el respeto y la buena práctica. No solo estamos llamados a profundizar en nosotros mismos para recuperar el sentido fundamental de la vida y así ayudar a los otros a encontrarse a si mismos.

También nos enfrentamos a una dificultad añadida: encontrar el equilibrio entre la intimidad de lo que compartimos y la llamada profesionalización del Yoga. Sí, profesionalización; quiere decir que los que nos dedicamos a compartir la práctica de Yoga debemos pagar la seguridad social, contratar un seguro, diseñar un marketing, trabajar para otros o para uno mismo, en fin, conectar con los modelos defectuosos de business que presenta la sociedad actual, para poder dar alcance a lo que queremos y pretendemos ofrecer.

Encontrar el propio hueco –hueco de mercado- en este mundo regido por las reglas de juego del business desmedido, y además hacerlo con los valores éticos y morales que el propio Yoga fomenta, es un reto que nos deja en la cuerda floja, casi como si se nos exigiera una responsabilidad que va más allá del legado que el Yoga nos ha entregado, un cometido que nos sitúa en primera fila; la primera fila de los que deben adaptarse a la realidad económica y social sin perderse a si mismos y sin prescindir de la autenticidad del Yoga, y la primera fila de los que, justo por eso, pueden propiciar un verdadero cambio en este sentido.

En esto último encuentro una oportunidad única para los profesores de Yoga de hoy en día. Porque desafiar los patrones del marketing y los negocios, sin que ello nos obligue a vivir pobremente o renunciando a la gestión legítima del dinero, o a manejarnos infravalorando lo que hacemos, o a tener que establecerse en la gratuidad e incluso a tener que ganarse la vida con trabajos “al uso” por no poder obtener lo justo a través del Yoga, sinceramente, no es esto lo que aflora ningún tipo de cambio evolutivo, ni en la sociedad, ni en uno mismo, ni tan siquiera en el propio desarrollo del Yoga.

Seguramente, los profesores de Yoga de esta época, debemos atravesar alguna puerta que nos propicie la inclusión en el movimiento económico mundial, pero que al mismo tiempo nos acomode en él de manera que podamos crear nosotros mismos, los espacios ideales para el entendimiento y el desarrollo de los valores que relacionan la equidad, la transparencia y las ganancias, con la incondicional vocación de ayudar a los demás y despertar la conciencia; todo al mismo tiempo. No es ésta una labor que corresponde a otros. Ésta es una transformación que nos atañe a nosotros.

Recuerdo la apertura de mi primer centro de Yoga, casi conteniendo la respiración, como un momento en el que tenía que elegir mudarme de la comodidad de mi propia y única esterilla de Yoga, a la incógnita desafiante de tener que comprar venticinco esterillas para completar una sala en alquiler, con sus gastos y sus impuestos, y no saber cómo y cuándo terminarían bajo los pies de alguna persona que me eligiera concretamente a mi, a mí en medio del amplio campo de la llamada competencia.

Esta vivencia, por mucha confianza que uno tenga en el destino y por mucha capacidad de desapegarse de la no tan dulce espera de poder cubrir los gastos propios y los del centro, es para todos los profesores de Yoga que abren un centro, un momento de mucha incertidumbre. A veces se trata de un momento en el que muchos vuelven sobre sus pasos o desisten del duro empeño de tener que aceptar las llamadas leyes del mercado.

De igual manera recuerdo el momento en el que tuve que decidir si ofrecer una primera clase gratuita para que más personas tuvieran la oportunidad de conocerme. Es lo que se suele hacer con cualquier “producto” nuevo, una especie de merchandising, “pruébeme gratis” y si le gusto “cómpreme”. Nada diferente de comprar queso o zapatos. Un amigo mío de aquella época se espantó ante la idea de que fueran los “desconocidos” quienes me eligieran a mí y no, como nos ha transmitido la tradición del Yoga, yo misma la que aceptara o no a mis seguidores.

Más tarde, con los años, la clase gratuita fue cambiando a bonos del tipo “todo a cien” o a promociones de clases ilimitadas o a modelos ofrecidos por multinacionales que podían “vender” mis clases en las redes sociales mediante cupones y correos electrónicos llevándose una comisión. ¿Quién no conoce todas estas posibilidades y muchas otras?

No tengo ninguna duda de que los tiempos del Yoga obligan a instalarse en esta precipitada experiencia de hacerse paso entre la vorágine del business de las nuevas sociedades capitalistas y globalizadas. Pero ¿a qué precio?

Los años y la experiencia como profesora y formadora de profesores de Yoga, unida irremediablemente a mis vivencias como emprendedora en el ámbito del Yoga, me han hecho reflexionar mucho y me han dado muchos momentos de grandes dudas, equivocaciones y errores, pero también me han dado la oportunidad de tener que aprender a conciliar un trabajo que consiste en facilitar el despertar y la transformación de la conciencia de otros seres humanos, con el hecho real e incontestable de generar ingresos por ello.

Las reglas del juego son las que son, aún así creo firmemente que pueden ser desafiadas. Deben serlo. Los profesores de Yoga debemos hacerlo desde dentro. Esta es y ha sido mi experiencia. Aún estoy en ello.

Cuando atiendo a una persona o doy un curso o sostengo a un grupo, no pierdo el sentido de lo que es mi vida ni el sentido último de lo que allí se está tratando, por el hecho de acompañarme por la preocupación de si tal o cual clase o evento cubrirá los gastos o las adecuadas ganancias para que todo siga su curso con limpieza y fluidez. No. No lo pierdo. Y dar una clase de Yoga o formar a un grupo de veinte profesores o afanarme en transmitir con autenticidad y sensibilidad, con honestidad y confianza, es una situación cuya sacralidad no me exime tampoco de mi responsabilidad por valorar lo que entrego con justicia y limpieza.

Tampoco me aleja nunca de mi deber de proteger el empleo y los ingresos de quienes me acompañan en el trabajo de propiciar lo necesario para que todo eso ocurra, pasando por el mantenimiento de los espacios o por la publicación de los contenidos que crean conocimiento o por su difusión en los medios y redes sociales o por el marketing que lo sostiene. Y por supuesto, no me aleja de mi actitud siempre abierta por aprender y mejorarme a mi misma para poder llevar a eso que llaman el negocio del Yoga, los valores que sus enseñanzas promueven a todos los niveles.

Es muy usual encontrar a muchos que en nombre del Yoga y de la espiritualidad, terminan justificando el anti-business, la gratuidad o el mirar hacia otro lado a la hora de que un profesor de Yoga ofrezca sus clases y sus cursos sin recibir ni un euro. Incluso hay quienes apelan a la voluntariedad del alumnado que decide el valor de lo que recibe sin ninguna responsabilidad sobre sus costes o sobre su trascendencia. Eso no es un cambio de las reglas de juego, eso es un retroceso a otro tipo de reglas de mayor oscurantismo y sospecha.

Para mí, el desafío pasa por lo contrario. Es precisamente el empeño de todos por valorar justamente al profesor de Yoga, lo que hará que se genere un cambio significativo. Ya sé que está ocurriendo en otro ámbitos pero se hace necesario dignificar el oficio del profesor de Yoga con voluntad y compromiso. De esta forma, será el Yoga el que pueda cambiar la manera de conducirnos en los negocios.

En la medida en la que un profesor de Yoga valore lo que entrega y se valore a si mismo, cambiará también su relación con lo que es justo percibir por ello. Eso también educará al practicante a diferenciar entre un Yoga auténtico y uno de esos Yogas de la culturilla del consumismo y del “todo vale”.

– El futuro del Profesor de Yoga: en la cuerda floja del business ético.
Publicado en Yoga Journal nº 105.

Mayte Criado

Directora y Fundadora de la Escuela Internacional de Yoga
Profesora de Hatha Yoga y Meditación