Mayte Criado: Desde el borde del precipicio. Se nos plantea una gran reflexión sobre dónde nos dirigimos. No solo porque la humanidad en su conjunto está proyectando su mirada en una especie de vacío existencial, sino también porque como seres individuales hemos soltado la mano al sentido último de nuestra propia vida. Ahora, ¿En qué confiamos? ¿Qué nos impulsa a vivir?

No es una visión fatalista o negativa del mundo actual, sino una sensación cada vez más arraigada de que las sociedades y las culturas –nosotros mismos- se enfrentan a una complejidad trepidante y de que en medio de todo este movimiento caótico, cada cual busca un lugar seguro.

Unos mirando sin moverse, el abismo que luce bajo sus pies, otros sentándose al borde del precipicio llenos de incredulidad, otros más volviendo hacia atrás en el intento de sostener un pasado inservible, muchos arrojando al vacío todo tipo de muebles viejos, utensilios desgastados y fotos antiguas, como esperando el sonido de los golpes al caer.

Algunos llegando con banderas para enarbolar cambios que se ajusten a sus preferencias e intereses, y otros muchos están vagando perdidos en la vorágine virtual, ese lugar tan reconfortante y desconocido que hemos creado en el corazón compulsivo de nuestra soledad, ese algo tan frágil que intenta crear una realidad “no-real” al margen de cualquier escenario existencial verdadero; algo que hace crecer la esperanza de obtener algún tipo de reconocimiento, ya que solo eso parece devolver la estabilidad a quienes lo intentan repetidamente, solo eso produce el sentimiento de que alguien, aún detrás de una pantalla, los está esperando.

Pero ¿dónde se encuentra la auténtica estabilidad? ¿dónde el sentido de la propia vida? ¿cuál es el camino hacia la libertad, el amor y la paz? ¿Dónde está hoy día, el Yoga que los grandes maestros y maestras de la historia enseñaron que podía generar la unificación del ser humano consigo mismo, con los otros seres, con el mundo y con el destino de la totalidad existencial? Seamos sinceros, desde el borde del precipicio, uno se cuestiona mil veces si de verdad esa posibilidad existe.

Ninguno estamos en condiciones de vaticinar alguna suerte de claridad para el futuro. Ni tan siquiera sabemos donde nos encontramos exactamente ni cuál es el “aquí” que nos ocupa. En este aquí, lo más certero es que nos enfrentamos a problemas de magnitud planetaria. Es más, nunca antes hemos tenido que ver con ojos tan enormes tal cantidad de desdichas. Es lo que tiene la globalidad. En muy poco tiempo hemos pasado de estar sentados en la mesa camilla de nuestros comedores, calentitos y cotilleando sobre el vecino, a tener que subir deprisa una montaña muy alta, para exponer lo que somos al frío de su cima y a la oscuridad de una situación que nos obliga a amplificar la mirada para poder abarcarlo todo a nuestro alrededor, no solo a nosotros mismos sino a la situación universal y al gran colapso desbordante de un mundo que se viene abajo.

De pronto, todos los seres humanos estamos implicados en un aquí de máxima emergencia; las guerras que persisten a nuestro alrededor, las grandes que nunca terminan y las pequeñas que destrozan los corazones cercanos; el terrorismo, el abuso y las torturas que, aún en el llamado primer mundo, terminan por instalar la locura y el miedo; el hambre que padecen millones de seres humanos, el atroz sufrimiento o las muertes de quienes se ven abocados a dejar sus casas o sus países para arrojarse en manos de los océanos o de las injusticias de la postmodernidad; la profunda herida ambiental que estamos generando, y que está destruyendo la tierra, mientras nos ocupamos de nuestro propio bienestar; por no hablar de la pérdida de valores y del sentido de pertenencia, eso que en el fondo nos llama insistentemente hacia la revolución interior, pero que también nos reclama una respuesta contundente y definitiva al mundo que se nos va de las manos.

En esa cumbre que hemos alcanzado en nombre del tercer milenio, fragmentados más que nunca, en convivencia con avances científicos y tecnológicos nunca vistos, donde un tercio de la población mundial lo tiene todo y el resto no tiene nada, en esa cima en la que se ha instalado la fría y desoladora soledad social; allí mismo donde se diseña una realidad virtual cuyas referencias se enraízan en el consumismo vertiginoso y las reglas de juego de dos o tres mega gigantes empresariales dueños de todo; allí mismo están también despertando miles y miles de personas que se empeñan en reconstruir un contexto unificador.

En la búsqueda de la propia esencia personal y del propio significado, la vida misma abre un espacio lúcido y clarificador para poder dar un sentido nuevo y renovado a nuestra existencia. Es de lo único que se ocupa el Yoga. Mientras el Yoga de la realidad virtual se pasea por las pantallas de los ordenadores, las tablets y los teléfonos anunciando las modas, mostrando las fotos de los guapos y generando riqueza a las marcas, otro Yoga atraviesa las almas de quienes están decididos a ponerse en pie y encender la luz que hemos apagado, esa que todos compartimos y que a su vez, es el alma de toda la humanidad.

No es que los remedios a los problemas que nos atañen estén en manos del Yoga o de unos cuantos yoguis. Es simplemente que el Yoga está sirviendo a mucha gente para encontrar la confianza que reclama el impulso evolutivo: eso que nos lleva hacia delante, eso que da sentido a nuestra propia respiración, eso que nos proyecta hacia la cooperación, la unidad, el servicio y la creatividad. Eso que puede cambiar algo o mucho.

Hay una gran mayoría de personas reflexionando como nunca antes se ha hecho. Es cierto, hay mucha dispersión. Pero muchos seres humanos también están moviéndose hacia otras alturas, otras cimas. Desde el borde de los precipicios, meditan, se silencian, practican la interiorización a través de las posiciones del cuerpo o de sus movimientos, toman conciencia sobre su papel en el mundo y contactan con la realidad de sus propias existencias.

Y lo están haciendo para participar del gran proyecto en el que todos los seres humanos estamos conectados. Lo hacen para servir en primera línea. Cultivan un potencial transformador capaz de lo extraordinario. Despiertan en si mismos y en quienes los rodean, la naturaleza de lo sagrado y la luz de la comprensión. Muchos lo hacen de la mano del Yoga, de ese Yoga que es Meditación y compromiso. Ese Yoga que se empeña en inspirar otro tipo de movimiento más allá de la superficialidad en la que muchos lo nombran.

Yo me declaro perteneciente a estos grupos de miles que miran con intensidad y confianza. Que pretenden ser capaces de ir más allá de las resistencias al cambio, que trabajan para soltar las rigideces de la mente y para trascender nuestro egocentrismo. Empeñados en crear espacios abiertos e inclusivos en el corazón. Generan una espalda fuerte y amplia, que actúan y responden al bien común y al alivio de quienes sufren profundamente. No lo sé, pero intuyo que seguramente puede impulsarnos hacia delante para construir un aquí cada vez más abierto a la justicia, a la verdad y a la unificación.

“Vivimos en sucesión, en división, en partes y partículas. Y mientras tanto en el ser humano está el alma de la totalidad; el silencio sabio; la belleza universal con la que cada parte y partícula está igualmente relacionada; el eterno UNO”

 

Mayte Criado

Directora y Fundadora de la Escuela Internacional de Yoga
Profesora de Hatha Yoga y Meditación

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