Vivir con conciencia
El Yoga y el sentido de la vida
por Celia Soldado
Vivir con conciencia no es una meta lejana ni un concepto filosófico reservado a grandes pensadores. Es, más bien, una forma de estar en el mundo, una actitud diaria. Desde la mirada del yoga, esta forma de vivir comienza con algo tan sencillo (y tan complejo a la vez) como observarse con honestidad. ¿Estoy actuando en coherencia con lo que siento y pienso? ¿Estoy presente en mis decisiones, en mis palabras, en mis relaciones?
Para muchas personas, la práctica de yoga empieza por el cuerpo. Asanas, respiración, concentración… Pero con el tiempo, algo más profundo comienza a despertarse. El cuerpo se convierte en una puerta de entrada hacia una misma. A través del movimiento consciente, la mente empieza a calmarse, y entonces, como si se corriera un velo, emergen preguntas esenciales. ¿Quién soy realmente? ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Qué lugar ocupo en este universo?
No hay duda de que, en las últimas décadas, la práctica del yoga se ha ido transformando y esto hace cuestionarse el rumbo que está tomando. A veces, la práctica parece más enfocada en la forma externa, en la estética, en los accesorios, que en su propósito real: el autoconocimiento. Hay una tendencia a “decorar” el yoga, llenarlo de parafernalia, pero ¿qué hay de la conciencia? ¿Dónde queda el silencio, la incomodidad, la sombra, la escucha real?
Ahí es donde yoga y filosofía de vida se encuentran. Porque más allá de la esterilla, el yoga propone una forma de habitar el mundo con sentido. No un sentido dado desde fuera, sino un sentido que se descubre, se siente, se construye desde dentro. En tiempos donde lo externo nos empuja a tener éxito, a producir, a cumplir expectativas, el yoga nos invita a hacer una pausa y preguntarnos: ¿Qué significa para mí vivir una vida con propósito?
El yoga, en su esencia, no está diseñado para entretenernos, sino para despertarnos. Los Yoga Sutras de Patañjali lo describen como “el cese de las fluctuaciones de la mente” (Yogas citta vritti nirodhah). Y ese cese no sucede cuando todo es agradable, sino cuando nos atrevemos a mirar lo que hay, tal cual es. Cuando dejamos de huir de nuestras emociones, de nuestros pensamientos, de nuestras contradicciones.
Una vida consciente no es una vida perfecta, sino una vida vivida con autenticidad. Y eso implica aceptar que también nos equivocamos, que sentimos rabia, miedo, celos, tristeza. Como dicen muchas tradiciones, hemos venido a esta experiencia humana a recordar quiénes somos, y para eso, necesitamos atravesar la totalidad de lo que significa estar vivos.
La autoindagación es una herramienta clave en ese proceso. No se trata solo de “hacerse preguntas”, sino de crear un espacio interno donde esas preguntas puedan resonar, sin prisa por obtener respuestas. El yoga no siempre ofrece certezas, pero sí ofrece dirección. Y esa dirección es hacia dentro.
En su libro El árbol del yoga, B.K.S. Iyengar afirma que “el yoga enseña a curar lo que no necesita ser soportado y a soportar lo que no puede ser curado”. Esta frase, en apariencia simple, encierra una sabiduría profunda: vivir con conciencia no es evitar el dolor, sino saber sostenerlo sin perder el eje. Es aprender a ver el sentido incluso en lo que no comprendemos del todo.
Quizá eso sea, en el fondo, vivir con sentido: no encontrar una respuesta única, sino vivir de forma que lo que hacemos, decimos y sentimos esté alineado con lo que somos. Y eso es un trabajo constante, una práctica viva. El sentido de la vida no es algo que se impone, es algo que se revela en la experiencia, en el cuerpo, en la escucha interna. Y esto requiere una cualidad que escasea en la sociedad moderna: la atención. Atención plena para reconocer lo que nos nutre de verdad, lo que nos conecta con algo más grande, lo que nos hace sentir en coherencia.
Desde la tradición yóguica, el propósito de la vida no es alcanzar logros externos, sino recordar nuestra verdadera naturaleza (Svadharma). Este recordar no es un acto mental, sino una vivencia encarnada. Cuando vivimos desconectados de esa naturaleza esencial, aparece el vacío, la insatisfacción, la búsqueda constante de algo que no sabemos nombrar. En cambio, cuando empezamos a vivir desde esa conciencia interna, el sentido no es una meta, sino un estado del ser.
Vivir con conciencia implica una responsabilidad amorosa: la de no vivir en automático, la de no ignorar la voz interior, la de sostenernos incluso en la incomodidad. Y aquí, el sentido de la vida no es algo abstracto, sino concreto: es cómo te despiertas cada mañana, cómo hablas, cómo respiras, cómo amas, cómo eliges.
Como escribe Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido, “la vida nunca deja de tener sentido, incluso en el sufrimiento”. Esta frase, dicha por alguien que sobrevivió al horror de un campo de concentración, resuena profundamente con la filosofía del yoga: incluso en el dolor, incluso en la incertidumbre, podemos encontrar una dirección. No una respuesta definitiva, pero sí una brújula interna.
Quizá eso sea, en el fondo, vivir con sentido: no encontrar una gran respuesta, sino vivir de forma que lo que hacemos, decimos y sentimos esté alineado con lo que somos. Y eso es un trabajo constante, una práctica viva. El yoga, como camino, nos recuerda que esa coherencia no se impone desde fuera, sino que se cultiva desde dentro.
Y entonces la pregunta que queda en el aire es:
¿Qué sentido tendría tu vida si te atrevieras a vivirla en plena coherencia con tu verdadera esencia?