Ética y yoga: más allá de la perfección
por Laura Cantillo

En una aldea lejana, un aguador tenía dos grandes cuencos colgados a los extremos de un palo que cargaba sobre los hombros. Uno era perfecto, sin grietas. El otro, agrietado, perdía parte del agua durante el camino desde el río hasta la casa del señor al que servía.

Durante años, el cuenco agrietado sintió vergüenza de su imperfección. “Lo lamento”, le decía al aguador. “Por culpa mía, pierdes tiempo y esfuerzo”. El aguador sonrió y respondió: “¿Te has fijado en las flores que crecen solo de tu lado del camino? Cada día, dejo que el agua que se escapa te riegue el sendero. Las he sembrado ahí porque sabía de tu grieta. Si no fueras como eres, este sendero no tendría vida”.

Desde ese día, el cuenco comprendió que su aparente defecto no era un error, sino una forma distinta de darse al mundo.

Cuando hablamos de ética en el yoga, solemos pensar en los yamas y niyamas, esos principios antiguos que conforman el primer y segundo peldaño del sendero del ashtanga yoga según Patanjali.

Pero ¿cómo encajan estos valores en una sociedad contemporánea en la que todo parece regirse por la imagen, el rendimiento y el consumo? ¿Qué lugar tiene la no violencia en un mundo que a menudo premia la competitividad? ¿Cómo hablar de moderación en una época marcada por el exceso? ¿Cómo sostener el contentamiento en medio del bombardeo constante de mensajes que nos dicen que aún no somos suficientes?

La práctica del yoga, en su esencia más profunda, no es una lista de normas externas que debemos cumplir para ser “mejores”. No es una nueva forma de exigencia, ni un código rígido que nos imponga perfección. Es, ante todo, un cultivo interno de coherencia. Una forma de alinear lo que sentimos, lo que pensamos y lo que hacemos. Una ética que no se impone, sino que se despierta desde dentro.

El estudio piloto de Cowen y Adams (2005) refuerza esta idea desde una perspectiva científica. Sus hallazgos muestran cómo la práctica regular de asanas no solo mejora parámetros físicos —como la postura, el equilibrio o la fuerza—, sino que transforma la percepción que tenemos de nosotros mismos. Y ese cambio en la autoimagen no es superficial: tiene el poder de reconfigurar nuestra manera de estar en el mundo.

Cuando el cuerpo se asienta, la mente se aclara. Cuando respiramos con atención, los pensamientos se ordenan. Y cuando eso sucede, nuestras decisiones —esas pequeñas elecciones cotidianas que construyen nuestra vida— comienzan a nacer de un lugar más lúcido, más compasivo, más ético.

La ética del yoga, entonces, no es un deber que se añade a nuestra ya larga lista de obligaciones. Es una flor que brota cuando estamos en presencia, cuando habitamos el cuerpo con respeto y la vida con gratitud. Una ética encarnada, que no busca perfección, sino integridad. Que no pide que seamos impecables, sino reales. Que no mide cuánto aparentamos, sino cuánta verdad hay en cada gesto.

En un mundo que a menudo nos empuja a aparentar, a compararnos, a fingir que no tenemos grietas, el yoga nos ofrece un espacio donde la autenticidad es suficiente, donde la imperfección es bienvenida, y donde la ética no es una doctrina, sino un modo amoroso de mirar y habitar la vida.

¿Qué significa ser ético/a hoy?

En el contexto moderno, la ética yóguica no se trata solo de no dañar (ahimsa) o decir la verdad (satya). Se trata también de preguntarnos: ¿cómo impactan nuestras elecciones cotidianas al mundo que nos rodea? ¿Estamos construyendo espacios inclusivos en nuestras clases, comunidades o redes? ¿Estamos cuidando el cuerpo desde el amor o desde la exigencia? ¿Estamos enseñando desde la escucha o desde la necesidad de validación?

En un entorno donde el yoga también se ha comercializado, reinterpretar estos valores se vuelve esencial. Porque si bien vivir según los yamas y niyamas sigue siendo relevante, hoy su expresión debe adaptarse a nuevas realidades: diversidad de cuerpos, de géneros, de culturas, de contextos sociales.

Cada clase de yoga puede ser un espacio sagrado donde se respira respeto, inclusión, humildad y cuidado. Pero eso no sucede automáticamente: requiere de una intención constante por parte del profesorado y de una disposición interna que nazca del mismo proceso que el yoga propone.

¿Es mi enseñanza accesible? ¿Estoy escuchando las necesidades reales de mis alumnos? ¿Estoy generando un entorno en el que puedan sentirse seguros y acompañados? Estas preguntas son la base de una ética viva, no dogmática, que evoluciona con cada encuentro.

Y es que, como bien muestra el estudio citado, el cuerpo cambia con la práctica, pero también cambia la forma en que percibimos nuestro lugar en el mundo. De ahí nace una ética no solo de comportamiento, sino de relación. La ética no es un código rígido, es un reflejo de nuestra forma de estar en el mundo. ¿Y qué mejor lugar para cultivarla que desde la práctica corporal que nos conecta con lo esencial?

Volviendo al cuenco agrietado, no era perfecto, pero precisamente por su grieta, algo florecía. La ética en evolución que propone el yoga moderno no pide perfección. Pide honestidad, sensibilidad, responsabilidad. Pide reconocer nuestras grietas y ponerlas al servicio de algo mayor: una práctica más consciente, más real, más humana.

Porque al final, la verdadera ética no se proclama, se encarna. Se cultiva desde dentro. Desde el cuerpo que respira. Desde la presencia que observa. Desde el gesto que cuida.

Referencia bibliográfica:

Cowen, V. S., & Adams, T. B. (2005). Physical and perceptual benefits of yoga asana practice: results of a pilot study. Journal of Bodywork and Movement Therapies, 9(3), 211–219.

Enlace: https://doi.org/10.1016/j.jbmt.2004.11.004.