Ética en el Yoga contemporáneo
por Mayte Criado

La austeridad asociada al yogui tradicional o la vía del no apego que se proclama como uno de los valores fundamentales del camino yóguico, parecen haber derivado en autorregulación y consumo consciente respectivamente. Es solo un ejemplo de cómo la llamada ética del yoga ha cambiado en esta era del bienestar globalizado.

Al mirar la evolución del yoga —su expansión global, su cruce con otras disciplinas, su popularización y sus contradicciones— podemos comprender que la tradición es algo que se hereda y se interroga. Y también se actualiza, como lo haría un jardín: sin olvidar las raíces, pero podando lo que ya no florece.

Una reflexión al respecto pudiera ser si el legado ético del yoga está vivo y si verdaderamente está evolucionado, o si los cinco Yamas y cinco Niyamas, esos diez principios éticos que Patanjali describió en los Yoga Sutras, resultan ser códigos más o menos válidos hoy día. Durante siglos han sido considerados el corazón y los pilares de la práctica del yoga. Sin embargo, en la actualidad, estas directrices antiguas coexisten con un sistema moderno atravesado por el hiperconsumo, la tecnología, las redes sociales y un mercado global de bienestar que ha convertido el yoga en un producto cultural. Algo reinventado al calor de las terapias y la demanda de estas. ¿Cómo podemos entonces comprender, reinterpretar y practicar estos principios sin caer en la trivialización? ¿Cómo devolverles su relevancia como guía viva de conciencia, relación y responsabilidad sin quedarnos en una tradición que apenas nos referencia?

En su contexto original, los Yamas y Niyamas no eran «mandamientos» sino valores a desarrollar para el refinamiento interior de los aspirantes espirituales. Estaban profundamente ligados a un estilo de vida contemplativo, alejado del ruido del mundo. Hoy, estos principios éticos se aplican a practicantes que trabajan, consumen, crían hijos, gestionan redes sociales y viven en sistemas que promueven el rendimiento constante y la autoexplotación. ¿Cómo trasladar entonces estas herramientas sin que pierdan su esencia o se conviertan en reglas morales desconectadas del presente?

Por ejemplo, Ahimsa (no violencia) en el siglo XXI no puede limitarse a no causar daño físico. Incluye también el modo en que nos miramos o hablamos a nosotros mismos, la violencia estructural de las sociedades desiguales, y sin duda, el daño al planeta. Practicar hoy ahimsa implica un compromiso activo con el autocuidado, la ecología y la justicia social. El yogui de este tiempo ya no debería querer retirarse a una cueva sino colaborar en las primeras filas de la acción social y en los cambios que pretendemos para nuestro mundo del futuro.

Otro ejemplo puede ser Aparigraha (no posesividad) que también necesita una nueva lectura. En un sistema económico basado en la acumulación y la escasez percibida, vivir con lo que es suficiente se convierte en un acto revolucionario. El consumo consciente y el desapego incluso de la propia imagen son valores relacionados que adquieren sentido en la vida actual.

Los Niyamas, como Tapas (disciplina) o Saucha (pureza), tampoco deben interpretarse como formas de autocontrol restrictivo, sino como prácticas de autorregulación y claridad interior. Tapas no es mortificación, sino dirección, verdadera vocación y confianza. Saucha no es limpieza obsesiva, sino integridad.

No podemos ignorar que hoy el yoga también es una industria. Una industria que vende retiros altamente cotizados, leggins «conscientes», experiencias estéticas en redes sociales y cuerpos a veces irreales como objetivo prioritario. Alrededor de la aspiración genuina de buscar un “algo más” que nos conecte con nuestra propia trascendencia, el yoga se mueve con las reglas de juego de los mercados actuales. Es indudable de que todo ello nos plantea una tensión ética difícil de equilibrar.

¿Cómo poder transmitir Satya (verdad) en un entorno dominado por la imagen trastocada y el branding personal? ¿Qué implica Brahmacharya (moderación) cuando la hiperexposición digital incita a estar siempre «presentes» online? El peligro no está en la visibilidad, sino en la disociación entre la imagen que se difunde y expresa y la autenticidad que se es. Cuando el yoga se convierte solo en escenografía, se pierde su naturaleza transformadora. Así, es urgente desarrollar una mirada crítica y a la vez compasiva: no para rechazar el presente, sino para cuestionarlo. Ser conscientes de nuestras contradicciones no es hipocresía, es honestidad. Tal vez eso sea también Satya.

Si practicamos y enseñamos yoga, no podemos eludir la dimensión ética. Cada clase es un espacio donde se modelan relaciones, lenguajes y límites. Enseñar yoga con ética no es repetir códigos antiguos, sino crear condiciones para que cada persona se sienta plenamente presente en su realidad. Eso implica el poder generar sensibilidad y un espacio en el que reconectar y dar sentido a los valores que pueden guiar nuestra existencia. No necesitamos ser «perfectos» para ser éticos. Necesitamos ser auténticos y conscientes, estar presentes en nuestros procesos, dispuestos a escuchar y a escucharnos a nosotros mismos.

No sé si la verdadera ética debe ser una lista de normas para relacionarnos con nuestra dimensión humana y espiritual, con el mundo y los mundos que habitamos. Pero es fundamental que la ética del yoga se convierta en una práctica cotidiana de discernimiento, coherencia y presencia. Los Yamas y Niyamas siguen siendo relevantes, pero no como símbolos sagrados inmutables, sino como principios vivos que deben ser evolucionados.

El yoga no necesita protegerse del cambio. Necesita participar en él desde la raíz de su esencia: despertar la conciencia. Quizás la pregunta no es si estamos siendo fieles a Patanjali, sino si estamos siendo fieles a la posibilidad de vivir con más verdad, más compasión y más integridad en este mundo que nos toca habitar.